Vivimos en una época en la que la inmediatez parece haber desplazado a la profundidad, y donde la imagen ha terminado imponiéndose sobre el contenido. Las nuevas generaciones y sus dinámicas culturales, alimentadas por plataformas digitales que premian la provocación antes que la reflexión, han convertido la hipersexualización en una forma de moneda social. Se vende como libertad lo que, en realidad, muchas veces responde a presiones invisibles, algoritmos diseñados para captar atención y una industria que convierte cuerpos en mercancía.
La búsqueda de validación externa, medida en números efímeros —likes, seguidores, reproducciones—, ha debilitado la construcción de valores que requieren tiempo, silencio y pensamiento crítico. El esfuerzo, la responsabilidad, la integridad o la prudencia se perciben como reliquias de otra época frente a la exposición constante y la necesidad de aparentar vidas perfectas.
No es que falten capacidades o sensibilidad en la juventud actual; al contrario, posee una energía creativa inmensa. Lo preocupante es el entorno que la rodea: una cultura que glorifica el exceso y el exhibicionismo mientras minimiza la importancia de la coherencia personal, de los proyectos a largo plazo y del respeto por uno mismo. En este escenario, lo superficial se vuelve norma y lo profundo pasa a ser rareza.
Hace falta recuperar el valor del límite, del pudor, de la espiritualidad, de lo eterno, volver a dar espacio a la palabra dicha con intención, al pensamiento que no busca aplausos sino verdad. La sociedad necesita recordar que no todo lo que impacta construye, y que no todas las modas valen la pena.
Solo así podremos evolucionar y no acabar siendo una República de Weimar .