"El canto de los siete" no es solo un poema; es un mapa cromático del alma, una invitación a recorrer el paisaje interior a través de los siete colores que simbolizan los chakras, los centros energéticos del ser. El rojo, con su grito terrenal, nos ancla al presente, recordándonos que la espiritualidad no vive en las nubes, sino en el latido del corazón y en el tamborilear de los pies sobre el suelo. Es la raíz que nos sostiene.
El amarillo es el soberano del ser, el sol de la voluntad personal. Aquí, el poema se convierte en un himno al empoderamiento, donde el "yo soy" ruge con la fuerza indomable de un león, reclamando el espacio vital que le corresponde. Es el fuego de la decisión que forja nuestro destino.
Luego, el verde actúa como sanador, como el puente que reconcilia opuestos: cielo y suelo, tú y yo. Es el suspiro del amor que transforma el jardín secreto del corazón en un territorio de encuentro y conexión, donde la soledad se disuelve en la comunión.
El azul es la verdad hecha sonido. Es el verbo que no traiciona, la voz clara que, al entonarse, ordena el caos y dibuja mandalas de armonía en el aire que respiramos. Es la poderosa creación a través de la palabra auténtica.
El índigo, a su vez, es el portal a lo invisible. Es el guardián de lo que intuimos pero no siempre vemos, el espacio sagrado donde los sueños callados, esas semillas de potencial, germinan en forma de verdad interior antes de manifestarse.
La culminación del poema es una revelación: cuando el amor deja de ser solo un sentimiento y se convierte en una "frecuencia" pura, todo el sistema energético entra en resonancia. Cada chakra canta su nota, cada color susurra su parte de la canción sagrada, y el ser humano, en su totalidad, se convierte en un instrumento que hace danzar al universo. El poema, en esencia, es una celebración de la conciencia encarnada, un recordatorio de que somos los compositores de nuestra propia sinfonía existencial.